Mi nueva colaboración para Verne de ElPaís
Las elecciones de Estados Unidos se están alargando más de lo habitual. El recuento se suele prolongar en torno a un mes, pero la misma noche acostumbra a estar más o menos claro quién va a ganar, y uno de los dos candidatos acepta su derrota y felicita al nuevo presidente. En cambio, Donald Trump aún no ha admitido que Joe Biden cuenta con mayoría. De hecho, ha iniciado una batalla legal, lanzando acusaciones de fraude hasta ahora sin ninguna prueba.
Por supuesto, es posible que el presidente tenga pruebas de este fraude y aún no las haya hecho públicas. Pero, de momento, da la impresión de que no está admitiendo su derrota con elegancia. Los malos perdedores no tienen buena fama. A nadie le cae bien esa gente que se enfada y culpa al árbitro o acusa a los demás de hacer trampas. ¿Por qué en ocasiones cuesta tanto admitir una derrota? ¿Y hay algo que podamos hacer para ser mejores perdedores? about:blank
Por qué nos molesta tanto perder
A nadie le gusta perder. Incluso aunque algunos estemos acostumbrados. No hace falta ser un narcisista o ponerse cinco estrellas en todas las autocríticas para que nos sepa mal encajar tres goles o sufrir un jaque mate en menos de veinte movimientos. Y eso por no hablar de cuando nos enfrentamos a reveses serios que podemos llegar a ver como derrotas (aunque no siempre lo sean), como no lograr el puesto de trabajo al que aspirábamos o no conseguir un segundo mandato como presidente de Estados Unidos.
Para empezar, ganar tiene efectos agradables. Como explica Yolanda Cuevas, psicóloga especializada en salud y deporte, los niveles de testosterona son más elevados cuando ganamos, tanto en hombres como en mujeres, y esto “nos hace sentir poderosos y potentes”. Cuando ganamos, también se libera dopamina, un neurotransmisor que participa en la función de “recompensa ante estímulos placenteros”.
En cambio, cuando nos dan una paliza metafórica se activan las mismas áreas del cerebro que se ponen en marcha cuando recibimos un golpe físico. Y ni siquiera tenemos que jugar nosotros: estos efectos son similares cuando gana o pierde el equipo de fútbol con el que nos identificamos y también si pierde “nuestro” partido político. Aunque la respuesta a la política suele ser más compleja… “en principio”, explica Enrique García Huete, director de Quality Psicólogos y profesor en la Universidad Cardenal Cisneros de Madrid.
De hecho, estamos programados para rehuir las derrotas. Como escribe Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio, nuestra aversión a la pérdida supera con mucho nuestra inclinación a las ganancias. Por ejemplo, Kahneman y su principal colaborador, Amos Tversky, propusieron en uno de sus experimentos una apuesta con una moneda: si salía cruz, los participantes perdían 100 dólares; si salía cara, ganaban 150. A pesar de que la apuesta parece ventajosa, la mayor parte de la gente la rechazaba. ¿Cuándo empezamos a aceptar este tipo de apuestas? “Para muchas personas, la respuesta es unos 200 dólares, dos veces el valor de la pérdida”. La ratio de aversión media se sitúa entre 1,5 y 2,5 (150 y 250 dólares en el ejemplo).
Cómo aprendemos a perder
Aunque la tolerancia a la frustración depende en parte de nuestra personalidad, también aprendemos a perder desde niños. Primero, con el ejemplo que nos dan nuestras familias, explica García Huete. Después de caer derrotados en un partido de fútbol, no es lo mismo que nuestros padres nos animen o que se pongan a gritar como energúmenos al árbitro.
Coincide Yolanda Cuevas, que recuerda que los juegos ayudan a los niños a gestionar emociones como la “frustración, la tristeza, la rabia”. Por eso recomienda a los padres y madres que no dejen ganar siempre a sus hijos: “Esos momentos son oportunidades para reconocer, validar, acompañar esas emociones. Saber en qué puedo mejorar, cómo lo haré en otro momento, alegrarse por la otra persona…”, además de subrayar el buen rato pasado en familia.
Tampoco hay que menospreciar a quien haya perdido, claro: “Se trata de aprender a ser competitivo con uno mismo y no obsesionarse con superar a los demás”. Esto no solo mina la autoestima, sino que puede generar a la larga “mucha presión, perfeccionismo y autoexigencia”. También hay malos ganadores: “A veces la autoexigencia y falta de autoestima hace que se quiera más y más”, recuerda Cuevas.
Del mismo modo, influye lo que aprendemos en clase. Según explica García Huete, gestionamos mejor la frustración cuando el modelo educativo se basa en apoyar o animar al estudiante y peor cuando se centra en los castigos.
Por desgracia, no solo perdemos de niños a juegos de mesa: perder forma parte de nuestras vidas (en general, claro, no descartamos que George Clooney no tenga ni idea de lo que estamos comentando). García Huete recuerda que es importante aprender de estas derrotas para entrenar nuestra resiliencia, nuestra capacidad de superación y adaptación a nuevos escenarios.
A veces necesitaremos el apoyo de familia y amigos, y en ocasiones podemos recurrir a un psicólogo que nos proporcione las herramientas necesarias para enfrentarnos a estas situaciones, trabajando nuestra autoestima cuando sea necesario. Por ejemplo, García Huete explica que a su consulta llegan personas a las que todo les ha ido bien en la vida y cuando se enfrentan a una primera pérdida grave (como un despido o un divorcio) necesitan ayuda de un profesional.
Volverlo a intentar
Cuando nos enfrentamos a una pérdida importante, hemos de ser capaces de elaborar un plan de vida para afrontarla, explica García Huete. Por ejemplo, si nos hemos quedado sin ascenso o sin segundo mandato como presidentes de Estados Unidos, deberíamos evaluar lo que hemos perdido y analizar las expectativas que teníamos en esa parte de nuestras vidas. Así sabremos cómo hemos de seguir adelante sin eso que dábamos prácticamente por sentado.
Este psicólogo apunta que hay personas con menos capacidad de autocrítica que no asumen su parte de responsabilidad después de haber perdido. Por supuesto, a veces nos pasan cosas malas sin que tengamos nada que ver (por ejemplo, si nos quedamos sin trabajo por culpa de la pandemia). Pero hay quien siempre le echa la culpa de todo a los demás (“hacen trampas”) o a las circunstancias (“tenía el sol de frente y no veía la pelota”), sin admitir que podrían haberse esforzado más o que, simplemente, no son tan buenos como sus contrincantes.
También puede haber personas con un perfil cercano al narcisismo cuya inseguridad les hace valorarse solo por sus éxitos, lo que les sirve para demostrar su estatus y lograr el reconocimiento de los demás. Estas personas lo pasan aún peor con cualquier revés. En este sentido, Cuevas recomienda que no veamos todo en nuestras vidas como una competición: “Necesitamos recuperar la cultura de esfuerzo y sacrificio” y no esperar “resultados en 24 horas, en una sociedad que lo quiere todo ya”. De hecho, una derrota no siempre significa que no podamos lograr algo nunca jamás, sino que tenemos que volver a intentarlo.
La psicóloga propone una serie de herramientas que pueden ayudarnos a reponernos más rápidamente. Estas habilidades incluyen el reconocimiento de nuestras emociones durante un tiempo concreto, sin “rebozarse en la queja y la amargura”. También reconocer lo que hicimos bien y lo que podemos mejorar, además de aceptar que el error forma parte de nuestras vidas. Y, por último, darnos más oportunidades, teniendo en cuenta que partimos con más experiencia para estos nuevos intentos. Es decir y por seguir con el ejemplo del principio, Trump podría volver a presentarse en 2024 con la lección aprendida. Y aquí ya no entraremos en si esto es algo bueno o malo.